Reflejos

 

Reflejos

Desde el pasillo de atrás se oían los murmullos de la gente. Yo terminaba de alistarme y, en eso, se acerca un muchacho para avisarme que ya casi es mi turno. Le agradezco, doy fin a lo que estaba haciendo y me miro una última vez en el espejo, sonrío. Salgo por el pasillo, subo rápidamente las escaleras, aunque nadie me apura, y me ubico detrás de la bambalina de la que me toca salir. En mi mente, repaso una y mil veces lo que tengo que hacer, no porque crea que vaya a olvidarlo, sino para calmar los nervios que me cosquillean en el estómago. Y de golpe, el silencio. Los murmullos cesan poco a poco, las luces se encienden, el telón se abre y se oyen los primeros acordes de la música. Entonces me olvido de mis nervios, pongo mi mejor sonrisa y entro. La sala está llena, no hay ni un solo espacio vacío entre las butacas, sólo llego a distinguir los rostros de las primeras filas que, como hipnotizados, no despegan su vista del escenario. Realizo la coreografía que hace meses estoy ensayando. No puedo equivocarme, no voy a equivocarme, después de haberlos repetido tantas veces mi cuerpo ejecuta cada movimiento de una forma casi mecánica. Luego de lo que para mí fueron apenas algunos segundos, la música de mi número termina y comienza mi preferida de toda la función: los aplausos. Los espectadores golpean las palmas de sus manos una y otra vez, algunos incluso se ponen de pie para hacerlo; yo me paro en el centro del escenario, saludo con una reverencia y les regalo la más sincera de mis sonrisas. La obra transcurre con normalidad. Al terminar salgo del teatro y la gente me halaga con elogios sobre mi presentación y coloridos ramos de flores. Les agradezco a todos y, finalmente, me subo a un taxi para volver a mi departamento y repetir la misma secuencia al día siguiente.

Hace algún tiempo atrás, esa era básicamente mi vida. Me había formado como bailarina en una de las mejores academias de Buenos Aires y, luego de recibir una generosa beca, me había mudado a Londres para formar parte de un importante cuerpo de ballet. Yo era muy joven y estaba llena de sueños que, poco a poco, se cumplían y me empujaban a perseguir otros nuevos. Me divertía con nuevos amigos, vivía de lo que me apasionaba, bailaba para cientos de personas y salía en las más reconocidas revistas del mundo de la danza. ¿Qué más podía pedir?

Ya hacía varios meses que estaba en Londres, me habían asignado un papel protagónico en la obra que realizaríamos ese verano, por lo que, para perfeccionar cada paso, me dedicaba a ensayar horas extra por mi cuenta. Uno de esos días llegué al teatro y, como no tenía mucho tiempo, me alisté a las corridas para subir al escenario y repetir mi rutina incansables veces. Fue en una de esas veces que, por no ver que una de las cintas de mis zapatillas estaba desatada, resbalé y caí con todo el peso de mi cuerpo sobre mi tobillo izquierdo, que crujió tan fuerte que se escuchó en toda la sala. Grité, primero de dolor, y segundo de impotencia por haber tenido un descuido tan tonto, y las pocas personas que había en el piso vinieron a ayudarme. Me llevaron a emergencias lo más rápido posible, donde me hicieron decenas de exámenes, y me dejaron en una habitación, con mi pie enyesado y mis esperanzas desapareciendo lentamente. Imposible olvidar los seis días que estuve allí, si bien en las tardes, cuando recibía visitas, me mostraba como siempre, simulando que nada me afectaba, por las noches lloraba durante horas hasta quedarme dormida.

Fue al sexto día cuando pensé que todo eso terminaría, pero en realidad ese sería el comienzo. Eran eso de las ocho de la mañana, yo estaba en la camilla, desayunando, con mi pie en alto, cuando uno de los doctores entró a la habitación y, tal vez sin saberlo, me dio la peor noticia de mi vida. Entre tantos términos médicos que salían de su boca, en mi mente quedó tan sólo su última frase:

-Vamos a recomendarte que hagas algunas sesiones de rehabilitación, pero es muy probable que no puedas volver a bailar. Lo siento mucho.

Me quedé en blanco. Lloré más de lo que había llorado durante esas cinco noches. Un día, un hombre con bata blanca entra a tu habitación y te anuncia, con toda la calma del mundo, que tus sueños están acabados y tus metas ya no tienen sentido. Sentí que lo había perdido todo.

Ese día volví a mi casa con un turno para iniciar la rehabilitación de mi tobillo, con una caja de analgésicos y con mi pie izquierdo enyesado, pero sin una parte de mí, que se había quedado en las ilusiones de aquella joven que deseaba profundamente conquistar los más grandiosos escenarios.

Los primeros meses mis amigos me visitaban casi todos los días, intentaban distraerme, me sacaban de esas cuatro paredes en las que convivíamos el dolor y yo. Pero luego siguieron con sus vidas, mientras yo sentía que la mía había terminado. Empecé a alejarme de todos los que quería, no quería significar una carga para ellos, dejé de comer, fumaba, muchísimo más de lo habitual, tratando de ahogar lo que me pasaba y tragaba sin siquiera contar decenas de pastillas para tapar el agujero que crecía dentro mío y para adormecer mis pensamientos todo el tiempo que fuera posible. Y sin quererlo, y sin darme cuenta, me convertí en un fantasma, ya no reía, no lloraba, no hablaba con nadie, vivía desconectada de mí y de la realidad que me agobiaba, veía mi reflejo en el espejo y simplemente no me reconocía.

Hace algunos años atrás, cuando aún tomaba clases de ballet, con mis compañeras y maestras viajábamos con el motivo de competir en concursos y de hacer seminarios con reconocidos profesores y bailarines.

En el 2016, más exactamente en julio de ese año, partimos con mi grupo hacia Buenos Aires para tomar clases en el Teatro Colón durante una semana. Como de costumbre, todas disfrutábamos muchísimo la experiencia, y no sólo de las clases, sino también de las actividades que, cual turistas que llegan por primera vez a la ciudad, organizábamos para nuestras tardes libres. Fue en una de esas tardes que, luego de un largo viaje en colectivo, llegamos a Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, más conocido como el MALBA, dónde se exhibía una muestra participativa de Yoko Ono. Era un día frío y nublado, parecía como si un manto blanco y esponjoso se hubiese extendido sobre el cielo para privarnos del calor del sol de invierno. Entramos al lugar y nos dedicamos a recorrerlo. La exposición estaba conformada por varias obras, pero recuerdo una en particular que consistía de dos bolsas de tela negra y cuya consigna era observar el exterior desde el interior de la bolsa (o al menos de eso me acuerdo). El material con el que estaban hechos los sacos era suave y delgado, se podía distinguir lo que había fuera de ellos pero daba la sensación de que todo estaba cubierto por una fina película grisácea. Dentro de la bolsa, nosotras. Recuerdo el calor de los cuerpos y estos chocando entre ellos cada tanto por la cercanía, el aire húmedo por las respiraciones, las voces de unas sobre otras y las risas que retumbaban en ese pequeño espacio, la luz que penetraba levemente los poros de la tela, y después de eso, al salir, una sensación como de libertad, a pesar de que nosotras hubiésemos elegido meternos en la bolsa, el aire fresco que entraba por la nariz y la luz que de repente se había vuelto enceguecedora.



Ahora estaba otra vez como dentro de la bolsa, pero hecha de un material impermeable, tan grueso que no dejaba entrar ni un soplo de viento, y de la que, aunque quisiera, no podía salir.

Hasta que una noche, lluviosa y helada, salí de mi casa, bastante mareada y aturdida por el efecto de las píldoras que había tomado, a buscar cigarrillos. No sabía bien hacia dónde ir, ni siquiera estaba segura de dónde estaba, pero luego de lo que creo que fueron unos quince minutos vagando vi a la única persona que me cruzaría en todo el trayecto, y la primera que veía en realmente mucho tiempo. Era alta y delgada, con unos ojos verdes profundos e inmensos y una sonrisa tan pura que parecía no ser real. Nos miramos durante unos segundos, pero al darse cuenta de mi estado se acercó y me ofreció su ayuda. Con mis pobres indicaciones, me llevó hasta mi casa, me abrigó y me hizo de comer. Después de tanto tiempo en las penumbras parecía que el lugar volvía a iluminarse con el simple hecho de su presencia allí. Al cabo de unas horas me miró y me dijo:

-Bueno, me tengo que ir. Espero verte pronto. –Se levantó de su silla y antes de atravesar la puerta se volvió hacia mí y soltó -¡Ah! Me olvidaba, Soy Giselle.

-Un gusto Giselle, –le dije- yo soy –o era, pensé- Agustina, gracias.

Me dejó su número de teléfono en un papel pegado en la heladera y se marchó. No pude pegar un ojo esa noche, no podía dejar de pensar en ese encuentro que, sentía, estaba predestinado. A la mañana siguiente, en un horario que me pareció prudente, la llamé, y me sorprendió como el sencillo sonido de su voz tenía la capacidad de endulzar mis días. Quedamos de vernos de nuevo en mi departamento, y así fue. Llegó aproximadamente a las tres de la tarde, radiante y hermosa. Nos lo pasamos increíble juntas y, al llegar el atardecer, se despidió nuevamente.

Desde ese día nuestros encuentros se convirtieron en una rutina prácticamente diaria. Por fin sentía que una mano se asomaba por debajo de esa bolsa de la que hacía tanto era prisionera para sacarme, y además, esa mano, se convertía en mi mejor amiga. Giselle me ayudaba mucho a afrontar mi realidad, juntas reíamos de la más mínima cosa, me prestaba su hombro para llorar cuando me invadían los recuerdos de mi pasado, y me protegía entre sus brazos cada vez que lo necesitaba. Me contó sobre su vida, tenía un trabajo que la hacía feliz, un novio que la esperaba todas las noches para cenar, una familia que la apoyaba, todo lo que a mí me faltaba.

Pasaron las semanas y cada vez veía a Giselle con menos frecuencia, siempre lograba encontrar alguna excusa, y eso a mí, inevitablemente, me dolía. De la noche a la mañana, volví a habitar mi bolsa, negra, oscura, fría y en soledad. Por la madrugada la llamaba a ella 1, 2, quizás 50 veces sin obtener respuesta, hasta que, un día, me atendió:

-¿Hola? –se escuchó del otro lado.

-Gi, soy yo, Agus. Te necesito.

-Ah, Agus, sos vos. Mañana paso y charlamos.

Y cortó. Como si nada, como si mi confesión de que la necesitaba no significase nada, fue como cuando te llaman para ofrecerte algo que no te interesa comprar. ¿Quién se creía que era para tratarme así?  Me fui a dormir llena de rabia y desperté a primera hora al otro día para esperarla. A eso de las seis de la tarde sonó el timbre. Abrí. Era ella. Me saludó con una frialdad que me recorrió el cuerpo como un escalofrío, y después de pasar, nos sentamos en el sofá, ella en una punta y yo en la otra.

-Agus necesito que me entiendas. Vos sos demasiado absorbente, y yo tengo otros asuntos que también tengo que atender, no puedo estar siempre acá.

¿No podía o no quería? Eso ya no importaba. Giselle tenía una vida aparte de mí, una vida que yo deseaba profundamente y sin embargo, solo la tenía a ella. Nos levantamos en silencio y, antes de que ella llegara a la puerta, comencé a caminar en dirección a donde estaba. Ella retrocedió, despacio, intentando evitarme. Cruzamos el living y salimos al balcón, ella apoyada en la baranda de espaldas a la calle y yo casi sobre ella. Me gritó palabras entrecortadas que no pude distinguir, y en ese momento, más que nunca, la odié. Odié que tuviese gente a su alrededor, odié que alguien la amara, odié su belleza, odié que fuera tan feliz. Respiré, la miré una última vez a sus ojos que me suplicaban que la perdonara, y, tal como había planeado la noche anterior, la empujé. Cayó, y en su caída soltó un alarido agudo que, rápidamente, se cortó. Y entonces, el silencio, la oscuridad, el frío, el fin de una vida que había sido maravillosa y que, de un momento a otro, se había convertido en una pesadilla. Para todos, ese día, Agustina murió. Para mí, ya estaba muerta hacía rato. Ya en el suelo, con mis últimas fuerzas pensé: “Que estúpida, no se puede matar al reflejo que nos devuelve el espejo”, y luego, me dejé ir.

FIN

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